“Quien quiera descifrar lo que se escribe entre líneas, debe aprender a leer entre líneas”. Con estas palabras, Carlo Ginzburg (Italia, 1939) rendía homenaje al historiador y ensayista Delio Cantimori, uno de los profesores que lo impactó en los inicios de su formación, en 1957, en la Escuela Normal Superior de Pisa, cuando era un joven estudiante de primer año y Cantimori proponía un método que a él lo desconcertaba: la “lectura lenta”, que no era otra cosa que un método filológico.
“De sus escritos y biografía yo no sabía nada y me pareció viejísimo. ¡Tenía 52 años!”. Con ese humor, con un profundo reconocimiento a sus maestros, en medio de una ovación, a los 84 años, en un aula colmada y vitoreado por el público, Ginzburg recibió el título de Doctor Honoris Causa que le otorgó la Universidad de Buenos Aires.
No es la primera vez que el mayor historiador italiano visita nuestro país, lugar donde cultiva desde hace décadas fructíferos vínculos intelectuales, entre ellos con el profesor e investigador José Emilio Burucúa, responsable en aquel acto de la laudatio.
En esta oportunidad, Ginzburg llegó invitado al Congreso de Humanistas Italianos en América Latina organizado por el Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones Históricas de América Latina (INDEAL).
Junto con la doctora en letras Marcela Croce, directora del INDEAL y promotora del Honoris Causa, dictó una conferencia en el Centro Paco Urondo el martes 3 de octubre. Recibió el máximo galardón el miércoles 4 y protagonizó dos días después una sesión de diálogo con historiadores en formación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires
Pero, ¿cómo pondera el propio Carlo Ginzburg su recorrido en el campo de la historia? En su disertación al recibir la distinción de la UBA, titulada “Leer entre líneas”, se refirió a las figuras que lo llevaron a forjar un tema y un método propio: Sigmund Freud, Marc Bloch, Leo Spitzer, Erich Auerbach, Aby Warburg, Ernst Gombrich, Erich Panofsky, Armando Momigliano y Leo Strauss.
También se refirió al sentido de la labor intelectual en tiempos tumultuosos, a la libertad del pensamiento, a la prudencia y a la audacia: prudencia para abordar la historia de los hombres, audacia para no silenciarla.
Lo hizo mediante palabras de Leo Strauss: “La persecución no puede evitar la expresión pública de una libertad heterodoxa”, dado que “un pensador interiormente libre puede, si se mueve con circunspección, imprimir lo que piensa sin correr peligro alguno, a condición de que sea capaz de escribir entre líneas”. Esta experiencia le es cercana por historia propia y por herencia, ya que sus padres, Leone –asesinado en 1944– y Natalia Levi, ambos intelectuales destacados, padecieron las persecuciones del fascismo.
Pero quien escribe entre líneas exige simétricamente un lector con la misma habilidad, y dentro de ese ejercicio Ginzburg se fue afinando alrededor del estudio de casos anómalos. ¿Acaso también la historia escribe “entre líneas”? ¿Acaso el historiador es un descifrador de mensajes, un hermeneuta de botellas al mar?
La práctica de la microhistoria, que abrió junto con Edoardo Grendi y Giovanni Levi, supone un manejo acabado del marco contextual, de las variables de época, de la historia de las mentalidades, aunque siempre partiendo del mensaje que constituye el estudio de un caso. Lo cual está en las antípodas de cierta hiperespecialización contemporánea en el conocimiento de los casos, acompañada de una imposibilidad consustancial para poner los fenómenos analizado en serie dentro de la larga historia de la cultura.
En diálogo con Ñ, Ginzburg amplió estos aspectos de la investigación histórica poniendo en juego su trayectoria, y la relación entre el caso anómalo y la generalización que se ha llamado la “historia global”.
“La microhistoria fue para mí un punto de llegada que comenzó con los estudios de caso, y en esta perspectiva tuvo un gran peso la noción de hecho anómalo, si consideramos que a veces los hechos paradigmáticos en historia (en el sentido de Thomas Kuhn) no lo pueden explicar. Su especificidad debe basarse en una experiencia cognitiva particular a la que denomino experimento mental, que es algo de lo que nos valemos todo el tiempo en el presente y considero sustancial en nuestra forma de conocer el pasado. Puse la idea de experimento mental en el centro de la microhistoria bajo la forma de hipótesis. Estamos ante un texto que no entendemos, entonces nos decimos: ‘¿y si fuera como si…?’”. Buscamos ver si nuestra hipótesis es compatible con el texto.
–¿Es el experimento mental una conjetura y a la vez la posibilidad de una generalización que nos lleve a la historia global a la que usted se ha referido?
–Para construir una historia global, precisamos instrumentos lingüísticos que no tenemos en el momento de partida. Descifrar indicios no es fácil: hay que partir de un caso y después llegar a lo macro sabiendo al mismo tiempo que el caso es único. Para hacerlo es necesario desarrollar un cierto talento analógico. Se trata del tipo de experimento mental al que me refiero y para el que no hay recetas. En un momento dado, percibí que mis investigaciones hacían foco en los casos anómalos, que eran más ricos que la norma en un nivel cognitivo aun si remitían a ella. Es como el vínculo entre la enfermedad y el enfermo: reconocemos a la primera a través del segundo.
–¿Cómo poner norma y hecho anómalo en relación cuando las anomalías dan cuenta de las vulneraciones y transgresiones de la norma?
–En efecto, la norma no puede contener todas sus violaciones. Marc Bloch y Georges Lefebvre, dos personas que enseñaron en el mismo momento en la misma universidad, Estrasburgo, fueron quienes me iluminaron respecto de estos hechos y respecto de lo que denomino las fake news de la historia en sus respectivos libros Los reyes taumaturgos y El gran miedo. Bloch reconstruye el poder de curar atribuido a los reyes supuestamente legítimos, pero también el complot de reconstrucción de ese poder. Y en este caso, encontré extraordinario que un episodio considerado irrelevante le permitiera iluminar la adhesión al poder monárquico: de la anomalía a la generalización. Un caso excepcional puede revelar una gran riqueza. De hecho, la trayectoria que me llevó a la microhistoria puede sintetizarse como “el estudio de casos anómalos leídos entre líneas”.
–Usted ha mencionado la posibilidad inédita de manipulación emocional que ofrecen nuestros medios técnicos contemporáneos y se pronunció en favor de un método filológico versus un abordaje “emocional” de los grandes temas históricos y sociales. Entonces, para el acercamiento al hecho anómalo, ¿por qué habría que rechazar la idea de identificación y más todavía de empatía?
–El problema es escribir la historia desde el punto de vista del observador, pero también encontrar el punto de vista de los individuos que estudiamos. Carecemos de instrumentos lingüísticos para estudiar los casos y por eso es fundamental la filología. Las palabras cambian y los sentidos también, y existe una distancia entre nuestra mirada de historiadores y la que nuestros objetos de estudios tenían para sí mismos. Frente a la empatía, propongo el método filológico. ¿Por qué? Porque la empatía no alcanza, propone una cercanía que no es tal para descifrar los lenguajes del testimonio. Dejar de lado la empatía no supone no expresar las voces de las víctimas.
–¿Ocurre lo mismo con la extrapolación de nuestras categorías de análisis a otras épocas?
–Sí, por ejemplo con la noción de clase, cosa que me sucedió en la juventud.
–Entre la lectura filológica y el rastreo de los hechos a partir de sus indicios, ¿qué elementos son los garantes de la construcción de una verdad histórica?
–Primero que nada, las fuentes mismas. Nunca un documento, sea cual fuere, está totalmente controlado en lo que expresa. De ahí la importancia de leer en la entrelínea. La verdad sigue siendo para mí un asunto central. También la prueba. Ambas se convierten hoy en algo que hay interrogar. Mencionaba dos libros escritos por Bloch y Lefebvre. Ambos, por otra sorprendente coincidencia, trabajaron en los libros que nombré sobre informaciones que, en su época, circularon como fake news. Pero eso es algo que percibimos con nuestra distancia crítica de historiadores del presente, que nos permite pensar los complots del pasado narrados en esos libros y revelar lo que había de no verdadero. Decía que me impresionó de Bloch cómo iluminaba una realidad general. Es lo que hice con el caso de Menocchio: afronté este caso en su singularidad para comprender categorías generales.
Menocchio y las voces
Carlo Ginzburg se refiere al personaje principal de El queso y los gusanos (1976), un molinero friulano que es condenado a la hoguera inquisitorial por sus ideas, adelantadas a su época, sobre la religión y la libertad. En su conversación con los historiadores en formación, Ginzburg atribuyó el éxito de esta obra, que lo catapultó a la fama, al hecho de poseer ingredientes universales, es decir, elementos para la construcción de una historia global. Pero también es nodal la matriz narrativa que sostiene la obra y en la que el historiador reconstruye la cosmovisión del molinero a partir de testimonios y fuentes inciertas.
Esa voz de la narración es, en este caso, la voz de la Historia. Y en este caso en particular es más conmovedor, porque Ginzburg no solo estudia la historia, sino que también la hace: consiguió que el Vaticano abriera a la investigación algunos archivos inquisitoriales. En 1979 formuló un pedido al Papa Juan Pablo II que quedó sin respuesta, pero más tarde, en 1997, los archivos finalmente se abrieron y el entonces cardenal Ratzinger, luego Papa, reconoció que la primera carta de Ginzburg había tenido un papel decisivo.
–Hay algo muy atractivo en el tipo de relato histórico con elementos narrativos que usted construye conjugado con el proceso construido a partir de indicios, tal como cuenta, refiriéndose a otros tópicos, en Mitos, emblemas, indicios (1989). ¿Quiénes continúan hoy esa forma de hacer historia que usted inauguró?
–Bueno, no fui yo quien lo inauguró, y no sé si podría señalar continuadores. Pero sí puedo señalar que a fines de los años 70, debatí con otros historiadores, Giovanni Levi, Edoardo Grendi y Carlo Poni acerca del concepto de microhistoria y que, de nosotros tres, yo había sido el único que había contemplado la literatura y la crítica literaria. En el caso de Menocchio, creo que se tradujo a tantas lenguas primero, en parte, por su extraordinaria personalidad, y después porque había elementos de traducibilidad en ese libro, por ejemplo, el encuentro entre la cultura oral y la escrita, que se ha dado en muchas otras instancias. Esos elementos de traducibilidad tienen un aspecto narrativo.
–A diferencia de momentos previos, hay gran cantidad de archivos accesibles en la web a la vez que una enorme desjerarquización de lo que se dice acerca de esos materiales. ¿Tiene algo que enseñar la historia respecto del manejo riguroso de esas fuentes?
–Me sirvo mucho de esas fuentes, son una posibilidad privilegiada para el historiador. Me gusta recorrer documentos, es apasionante. Ahí también se presenta esa posibilidad de lo inesperado. Pero el manejo de fuentes en Internet también supone un riesgo, y es que se pierda esa lentitud de la lectura o el pensamiento, al pasar de una cosa a la otra. Es también una oportunidad para el azar, algo que un poco me obsesionó. La microhistoria es también una reflexión sobre los casos y los azares.
–Y para terminar: en tiempos de la quema de brujas, tanto en los interrogatorios judiciales a las acusadas como entre los testimonios de testigos directos de sus vidas, se repetía la idea de que ellas “estaban en otro lado, aunque sus cuerpos permanecieran en sus casas». ¿Explica esta vieja fantasía acerca de «llevar una vida distinta en un lugar que no es el real», en parte, la gran fascinación popular por la vida virtual?
–No sabría qué decir… Cuando era muy joven, leí el libro de Ernesto De Martino El mundo mágico y me dejó una impresión extraordinaria. De Martino trata el tema de la pérdida de la presencia. De Martino sostiene que el humano no está inscripto en un mundo con una trayectoria garantizada ni siente la presencia de modo continuo, y que la magia puede recuperar este vínculo entre el individuo y el mundo. Creo que es algo que seguimos buscando por otros medios.
BÁSICO
Turín, Italia, 1939. Historiador.
Es doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Pisa. De 1988 a 2006 fue docente en el departamento de Historia en la Universidad de California (UCLA) y desde entonces es profesor de Historia de las Culturas Europeas en la Scuola Normale Superiore de Pisa. Asimismo, ha enseñado en las universidades de Bolonia, Harvard, Yale y Princeton, en el Warburg Institut en Londres y en la École Pratique des Hautes Études en París. Su labor le ha merecido muchos reconocimientos, entre ellos, el Aby Warburg Prize en 1992 y el Premio Salento en 2002. Sus libros han sido traducidos a numerosas lenguas. Entre sus obras se cuentan: Los benandanti. Brujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII (1966), El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976), Pesquisa sobre Piero (1981), Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia (1986), Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre (1989), El juez y el historiador. Acotaciones al margen del caso Sofri (1991), Ojazos de madera. Nueve reflexiones sobre la distancia (1998) y Ninguna isla es una isla. Cuatro visiones de la literatura inglesa desde una perspectiva mundial (2000).